El culto de Satan?s hab?a tenido desde el siglo XIX apasionados adeptos, especialmente entre los poetas y los fil?sofos, que por hacer m?s crudas sus blasfemias, las erizaron de alabanzas diab?licas. Pero ni Proudhon, ni Carducci, ni madame Ackermann, ni Richepin, ni Leconte de Lisle, hicieron de sus desesperados insultos a Dios una verdadera oraci?n al diablo, ni lograron imitadores de su triste locura. Naboth Dan, que sent?a en las corrientes de su sangre la indeleble vocaci?n sacerdotal, se dej? de literatura y h?bilmente deform? el coraz?n de los ni?os. Cre? una religi?n con oraciones, mandamientos y catecismo; y para hacerla m?s accesible y grata a las imaginaciones infantiles, hizo de ella una contrafigura de la Ley de Dios. Contra cada mandamiento que impon?a un precepto de amor o una virtud, se pregonaba un deleite o se daba un consejo de odio, camino infinitamente m?s f?cil de seguir. Del lado de Dios estaba el sacrificio. Del lado del diablo el placer y toda la libertad imaginable de los peores instintos.